Pochas

Me acabo de levantar, son las 10 de la mañana, es tarde. Mi madre entró en la habitación al grito de “noches alegres, mañanas tristes” mientras subía la persiana con vigor y el sol de agosto esprintaba para tomar posesión de cada recoveco de la habitación. “Buenos días, mama” trato de decir con cierta compostura vocal. “No te oí, ¿a qué hora has llegado?”. Respondo que fue pronto por la mañana, que tiene el periódico en la mesa. “¿Ya lo he visto” dice, “de quien es ese periódico?” Mientras bajo las escaleras, el olor del café sobre la mesa me devuelve a la realidad. Es un día sin grandes obligaciones. Tengo que ir al mercado de Estella pues es jueves. Mi madre me da la lista de la compra. “Los melocotones se los compras al de Alfaro, que los trae buenos, y no están pasados. Trae magdalenas de los de Lerín también”. Cojo el coche de mi padre a mi hermana pequeña y vamos camino a Estella. Este pueblo es la capital de la comarca, ser de Estella es ser de ciudad, añade un toque de sofisticación sin necesidad de hacer nada especial, el resto somos “de pueblo” y tenemos que trabajárnoslo más. Salimos de casa y encaramos la cuesta de Muru; desde aquí se ve el valle y la cuesta abajo que acaba en Estella. En realidad, esta en un agujero, pero eso me da igual lo que realmente me fastidia es que a partir de aquí no hay manera de sintonizar la FM y la música desaparece. Llegamos en 10 minutos, pero como día de “jueves” todo está atascado, así que tenemos que aparcar en lo alto de la ciudad por San Miguel y caminar un rato hasta la plaza. La plaza es un cuadrado perfecto recorrido por un soportal que cubre 3 de los lados. El cuarto lo ocupa la iglesia de San juan, que preside la plaza a la que da nombre. Tiene una dimensión gigantesca con respecto al resto de edificios. A la entrada de la plaza, los jueves se forman corros de hombres hablando mientras descansan sus manos en los bolsillos porque no saben qué hacer con ellas. Hablan de la cosecha, el tiempo y otras habladurías menos gallardas. Las mujeres hacen la compra, discuten el puesto en la lista de espera y conversan de todo, todas y todos.

Encuentro al de Alfaro, pido la vez y espero mi turno. A mi padre no le gusta comprar fruta manoseada en el mercado, así que miro a las que están delante de mí por si se les ocurre averiguar la consistencia de los melocotones con sus manos.

Ya tenemos la fruta, las pastas así que es hora de tomarse el pincho. Vamos a un bar donde la tortilla es “chupendelere”, vamos que está muy buena. Caramelizan la cebolla y eso le da un toque muy rico. Mi hermana se toma un kas de limón, es bastante acido no me explico por qué le gusta tanto. Yo me tomo un bíter kas que es más sofisticado y el color rojo es muy navarro.

Hechos los quehaceres mañaneros, y con el estómago lleno volvemos a casa. Hace un calor irredento desde el punto de la mañana. Tengo que repasar en que pueblos hay fiestas este próximo fin de semana. No bailo mucho… más bien nada, pero se me da bien la charla. Así que al menos entretengo ilusiones de llegar a algo con alguien. A las chicas de estos pueblos les parezco un tipo algo raro. Visto distinto, hablo dándome algo de importancia y trato de hacerme el majo, pero se me nota todo. Bueno, veremos que pasa este fin de semana.

Ahora mismo, me voy a la piscina a hacerme unos largos y descansar. La luz es nítida, la atmosfera está limpia. El campo está de amarillo viejo, ese amarillo quemado de agosto, cuando el calor lleva tiempo machacando la tierra y la cosecha ya se puso a buen recaudo el mes pasado.

Hay pochas para comer.