El otro día fui al colegio a dejar a mi hijo de 6 años. Tras llegar a su clase e impartir los dos besos de rigor, en una cara que decía “¿Qué haces? ¡No no no! ¡Mis colegas están aquí, esto es una debacle!” salgo del edificio. A la salida me detengo pues una riada de niños salidos de los autobuses recién llegados me impide el paso. Me aparto y permanezco en un rincón. Cuando la niñería ya ha pasado me fijo en el último chaval que sale del autobús. Debe tener un problema muscular en las piernas porque apenas camina y al bajar del autobús con ayuda le traen un aparato que fija sus caderas a una especie de andador con ruedas. Una vez ajustado a su pequeño cuerpo, comienza su andadura al colegio. Sin ayudas, sube a la acera con gesto decidido, serio y se pierde en el pasillo. Yo sigo con mi rutina diaria y voy a casa a trabajar.
Estos últimos tiempos sufro de zozobras artificiales, tengo que cambiar de trabajo, donde iré, necesitamos una casa de fin de semana… y todas las fruslerías del que no ha llegado y no se le espera en los Hamptons un verano más.
Mi cerebro desordenado me devuelve al chico de las ruedas. Ir al colegio es un esfuerzo que requiere una lucha diaria para este chaval, no puede bajar la guardia, siempre es igual, siempre es difícil. ¿Y el día que está cansado? ¿Y el día que no está cansado, pero no quiere una pelea de titanes solo para llegar a clase? ¿Llama a Uber?
Y esos pensamientos me llevan a mis primeras ruedas. Mi padre fue uno de tantos que, en la postguerra y antes de las campañas de vacunación poblacional de los años 60, sufrió la polio. Sus piernas decidieron crecer a su aire, una fuerte y robusta y lo otra débil, molesta como una tos tísica. Esto le da a mi padre un zarrapataplan al andar que es muy suyo. Era un primogénito apuesto con una pata chula. “Chica que pena de hijo, no se te va a poder casar, ni nada” le dijo una vecina en la huerta a mi abuela cuando mi padre a pesar de su temprana edad no pudo evitar oír la conversación desde su habitación.
La pata chula no fue sino su primer desafío pues en aquellos pueblos nadie esperaba otra cosa que seguir la senda que el destino había marcado de nacimiento. Mi padre fue a la escuela, y al acabar primaria lo mandaron a trabajar a una carpintería. Pero él no estaba hecho para esa vida, la escuela le había gustado, le gustaban los libros. Así que tres años después de acabar educación básica convenció a mi abuela para que lo dejara estudiar de nuevo. Hizo el bachiller por libre, iba a clase por las tardes y se examinaba al final de año.
Esas clases nocturnas se daban en Alsasua, mi padre cogía la bicicleta con su pata chula y pedaleaba 6 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta cada día, por la carretera general. Jamás he visto a mi padre montar en bicicleta, y sin embargo durante aquellos años con lluvia, sol o nieve “polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga”.
Y con esas ruedas empezó todo, lo llevaron a Alsasua durante años cada día, y en esos viajes avanzaba poco a poco con paso seguro y lento. Hizo la reválida, la reválida superior y la prueba de madurez para el acceso a la universidad. Desde un pueblo de la barranca y con una bicicleta. Supongo que la ilusión de lo nuevo, de un futuro desconocido y por ello esperanzador, lo lanzaban por las suaves colinas entre Bacaicoa, Iturmendi y Alsasua.
Y de allí los libros le abrieron el mundo, el mundo lejano de Zaragoza con su universidad. Ahí empezó la vida. Zaragoza era algo así como ir a Nueva York hoy, quizá más. Allí vivía en la pensión con otros estudiantes. Tomaba bocadillos en el tubo, veía películas y estudiaba … los becados no se la podían jugar. Su admiración por Buñuel viene de esos años de cine fórum y discusiones eternas con sus amigos. Las historias de ese profesor al que apodaban “el bikini” porque “enseñaba todo menos lo importante” o las de aquel catedrático de microbiología que jamás tocaba el pomo de la puerta por su germofobia son de esos años en la facultad de medicina de Zaragoza. En verano mi padre volvía al pueblo y ayudaba en casa, era la época de recogida de los nabos sembrados en primavera. Eso fue hasta el tercer año de facultad, aquel verano al volver a casa mi abuela le dijo que no tenía que ir al campo, que iba a ser médico. Es como si por fin creyera que aquella locura que su hijo estaba haciendo iba en serio. Sí abuela, el papá se hizo médico y muy bueno, ¡por cierto!
A mi padre siempre le ha gustado la gente independiente, los que hacen aquello que tienen que hacer sin mucho ruido, los que asumen las consecuencias de sus decisiones sin rechistar, los estoicos. A mi padre siempre le han gustado los que montan en bici y pedalean con su propio rumbo y piernas, las que la vida les ha dado, sin quejas, hacia adelante.