Hace unos días fuimos al museo de arte moderno por matar tiempo pues teníamos reserva en el restaurante del museo y llegamos pronto. Fuimos de corrido y vimos cosas a voleo. Y ahí estaba “La persistencia de la memoria” de Dalí. Ese cuadro me sugiere la desintegración del tiempo, el fin del movimiento, un parón total, irremisible, un juicio final sin apelación. Y sin ninguna razón aparente más allá del azar, y que mis conexiones cerebrales ya empiezan a ser dudosas, me acuerdo de ese primer mapa diagramático del Metro de Londres de 1931 en que las ubicaciones físicas de las estaciones son irrelevantes para el viajero que simplemente busca cómo llegar de una a otra estación, el primer mapa no topográfico. Siempre he pensado que las geografías están a medio camino entre nuestro corazón y nuestra memoria.
Mi geografía de Pamplona es inconexa, disjunta y asimétrica, nada diversa e ignora lo que no me interesa, que medido con cierto rigor es alrededor del 80%.
La avenida principal va del Redin a San Juan, es un camino largo que comienza en la cuesta del portal de Francia, pasa a través de castañas pilongas, el ayuntamiento, y una calle mayor enorme donde todavía se pueden comprar los míticos regalices y txantxigorris de casa Atáun si hay unos duros en el bolsillo.
Mi segundo día de colegio en Pamplona, martes, recuerdo que teníamos clase hasta las 6 o así, y los autobuses de las 5 ya se habían ido. Era mi tercer día en la gran ciudad, la emigración del campo a la ciudad la hicimos el domingo por la tarde, y no sabía cómo volver a casa. Gracias a Dios y a Ignacio Laviñeta, que casualmente vivía en el mismo edificio y me devolvió sano y salvo, aunque agotado.
La plaza del castillo siempre ha tenido una leyenda de importancia antigua amortiguada por una irrelevancia actual mas allá de ser el lugar de paso entre los bares de San Nicolas y El Casino. Por el contrario, El paseo de Valencia siempre ha sido un lugar agradable, es donde se posa la Tómbola durante unas semanas y en la tómbola siempre toca algo. ¡Que placer da jugar y ganar!
Yanguas y Miranda era una calle que adquiría su importancia en San Fermín, el circo y las barracas se instalaban en la vuelta del castillo, esta calle continuaba hasta la plaza de los fueros donde con frecuencia había espectáculos rurales de aizkolaris y levantadores de piedras. Los aizkolaris siempre han tenido mi admiración, esas hachas finas y eso golpes certeros en el tronco, sin dar un golpe en balde, ¡y ese sonido del haya bruñida de vida cuando se rinde!
Pio XII era una calle de salida de Pamplona, allí está todavía la cafetería IruñaBerri, el primer restaurante donde comí un plato combinado. En mi niñez el plato combinado me pareció una idea genial, adelantada, me aportaba ciudadanía y sofisticación. Todo en el mismo plato, una comida simplificada…siempre he pensado que le damos demasiada importancia a la comida en España. Siguiendo Pio XII se llegaba a la Clínica que junto al Hexágono de la Facultad de Medicina tenía un aspecto inalcanzable, para gente diferente, selecta, cultivada y de grandes pensamientos. Freud dice que todos los mitos, incluidos erótico-festivos y los otros, vienen de la infancia. A mí la Clínica, en mi infancia feliz y sin sobresaltos, me daba un no sé qué confuso de enfermeras con cofias almidonadas y uniformes falderos con zuecos y medias blancas.
El Golem en los años 80 era como ir a ultramar, sobre todo en invierno. No había nada a su alrededor, ir allí requería una decisión inequívoca. Las versiones originales eran los viernes a las 10. Yo solía salir del cine con el corazón, la mente o ambos arrasados. Era demasiado idiota para permitirme llorar, pero el cine me daba la dimensión de la vida, de otra vida, de grandes amores y heroicidades que vivía en primera persona.
De la plaza del castillo se iba por Carlos III a los caídos. Carlos III tenía ese aire de grandeza pasada sin alternativa clara. Los ricos no habían decidido hacerse mansiones en los aledaños todavía, y llevaba con dignidad y metales limpios de Netol, su elegante atraso. Los caídos siempre me parecieron un monumento mítico, esas dimensiones me sugerían un homenaje a los caídos en tiempos medievales. En mi infancia el tamaño de los edificios era proporcional a la distancia de los hechos históricos que homenajeaban.
En mi adolescencia aprendí que El Tenis estaba mas allá de este edificio. Era el club de los pijos, en mi parafernalia mental adolescente lo imaginaba como uno de esos clubes de películas americanas lleno de chicos y chica guapas con una raqueta de tenis permanente entre las manos, con sus melenas rubias enmarcadas en polos de piqué azul marino y camperas blancas impecables e impolutas. Jamás fui al tenis, y estoy agradecido por ello, los mitos del acné son cimientos vitales y destruirlos es borrar esos pilares que sustentan tu vida. Sale muy caro en psicoterapia tal y como va el precio por hora.
Otro lugar mítico es la cuesta del Beloso hacia Burlada, la cruz del seminario, rotunda e inmensa me parecía una amenaza de Dios que la podía dejar caer sobre mí en cualquier momento que no fuera buena gente. Que rotundidad y rectilínea reciedumbre en ladrillo y cemento de Eusa.
Y eso es todo que ya estoy en Burlada.