que María Dolores Pradera ha muerto. Como dicen en todos los obituarios era una dama de la canción y mucho más.
Os voy a contar mi María Dolores Pradera. Desde que salí de casa siempre he llevado un CD, o en mi iPod o iPhone, canciones de María Dolores, aunque nunca ha sido “cool” en mi generación. Hay una serie de canciones que no tienen parangón cuando ella las canta. “La flor de la canela”, “el rosario de tu madre”, “fallaste corazón” y “fina estampa” son de una belleza imperturbable.
Recuerdo que mi padre siempre llevaba en el coche casetes de María Dolores Pradera y Vicente Fernández. Cuando lo acompañaba en su ronda por los pueblos como médico rural escuchaba a María Dolores mientras el Peugeot 404 subía las cuestas de los pueblos de Yerri, Guesalaz o Lezáun (el pueblo de mi hermana mayor). Eran tiempos en los que no había “practicante” (nombre local para un enfermero/a) y el médico tenía que administrar las inyecciones y hacer curas a las heridas. Era un tiempo en el que se llamaba al teléfono de la “casa del médico”, se dejaba el recado de que alguien estaba enfermo y había que ir a visitarlo. Mi hermana y yo sufríamos ansiedad de anticipacion por si no habíamos recogido la informacion necesaria que dar a mi padre sobre el enfermo (nombre, pueblo y situación clínica). Esos recorridos eran diarios, y más o menos extensos. En primavera era una delicia ir por las llanuras entre Arizala y Riezu, con Ugar a la derecha y Villanueva en la colina de la izquierda, más adelante Arizaleta. Con cierta frecuencia solían sembrar alfalfa, por aquello de rotar cultivos y porque la alfalfa pone nitrógeno en el suelo, según la costumbre local. En este tiempo de finales de mayo, el campo olía a hierba fresca recién segada. Las lluvias ligeras de la primavera tardía dejaban un olor limpio en el ambiente. En esa época es cuando empezaba a amarillear el trigo. Mientras mi padre hacía la visita, yo me quedaba en el coche, escuchando a María Dolores…
Fina estampa caballero,
Caballero de fina estampa
Un lucero que sonriera bajo un sombrero
No sonriera más hermoso
Ni más luciera caballero
En tu andar andar reluce la acera al andar andar
Al acabar la visita, con frecuencia le obsequiaban con un manojo de puerros o un saco de patatas o una ristra de cebollas. Siempre algo de temporada, recién cogido y lo mejor. En las “casas grandes” de estos pueblos a veces regalaban un ramo de flores, signo de posición social, pues pocos tenían sitio o recursos para cultivar flores. A veces le daban un pollo o un conejo vivo, a mi madre no le hacía gracia porque ella tenía que disponer de los animales y el espíritu del deceso siempre turbaba la casa un rato.
Después de este tiempo de alfalfa segada era la hora de las cerezas. Cerca de casa en el camino a Anderaz había una huerta con cerezos y albaricoqueros que a final de junio, cuando acababa el colegio, tenían la fruta colgada… fresca y sin precio. ¡Era un momento luminoso, donde el tiempo se antojaba infinito hasta el siguiente curso, los días se llenaban de luz, piscina y nada!
En ese tiempo mi abuelo materno solía llegar un día al alba, antes de las sies de la mañana, a recogerme. Era hora de ir a Urbasa a ver las yeguas. Era un día de caminatas sin fin, paradas para asar costillas y beber de la bota de vino. Un día para caminar con los palos de avellano en la mano, rectos como una regla. Pero esos días los contare en otra ocasión, hoy… déjame que te cuente, limeño …
Gracias María Dolores!